La llamada “crisis de identidad sacerdotal”, denominada así por el Santo Padre y que aparece con regularidad en la literatura religiosa. También está presente en los recientes procesos sinodales y las informaciones de la encuesta sobre el clero chileno, los que hablan, a su manera, de esta crisis e invitan fuertemente a la conversión pastoral de las personas, comunidades e instituciones.
¿Por qué hablar de identidad?
El término identidad es muy usado en sicología, sociología y antropología. Me gustaría tomar como referencia de identidad cultural propuesta por el jesuita Hervé Carrier, sociólogo y pionero de la sociología religiosa, él la definía (en un sentido general) como aquello que “indica la cultura propia y única de cada grupo humano y de cada uno de sus miembros”. Para Carrier, la identidad cultural es esencialmente el conjunto de características que permiten a un grupo de reconocerse en su propia originalidad y ser percibido por los otros como diferentes, ofreciendo un sentido de pertenencia y otorgando una conciencia de permanecer en el tiempo a pesar de las evoluciones.
Para ser más concretos se puede señalar que algunos sus puntos de referencia son: un contexto, un lenguaje, una familia, un lugar geográfico, las tradiciones propias, los relatos históricos, los monumentos, los libros sagrados, los aniversarios y las celebraciones.
Para entender mejor cuando se habla de crisis de identidad, Carrier explica que hay tres componentes interdependientes en ella: la autopercepción, el comportamiento institucionalizado y el imaginario colectivo (como los otros me ven). Ahora bien, la crisis de identidad hace referencia a un desequilibrio o ausencia de alguno de los elementos señalados anteriormente. Por ejemplo: cuando hay confusión en la manera de percibirse a sí mismo, cuando las instituciones son desprestigiadas o su ser histórico es amenazado porque no se logra adecuarse a la modernidad.
Otro elemento de crisis se encontraría en el equilibrio necesario entre la afirmación de la identidad cultural propia y el diálogo con otras culturas. El desafío es mantener la comunicación, puesto que esta es una condición para el progreso.
Zygmunt Bauman, también ha trabajado sobre este tema, y creo que sería muy fecundo poder leer su perspectiva. El señala que en el proceso de "individualización", la "identidad" humana “dada” (identidad recibida) se transforma en una "tarea”, es decir estamos llamados a hacernos responsables, actores de la realización de esta tarea (construir nuestra propia identidad) y de sus consecuencias. Se puede decir, a mi parecer y siguiendo a Bauman, que la crisis estaría en la brecha que se ensancha cada vez más entre: individualidad como algo predestinado (que existe antes que yo) y la individualidad como autoafirmación propia de la modernidad, y el hecho de tener que construir mi identidad de manera permanente.
A partir de lo dicho anteriormente brevemente, me parece que tenemos algunos elementos para entender de que se trata la crisis de identidad. A continuación, propongo que tratemos de hacer una analogía y aplicarlo a la crisis identidad sacerdotal.
Cómo entender el sacerdocio?
Dicho de manera sencilla, ¿qué hace ser sacerdote, a un sacerdote? El sacerdocio puede ser entendido de diferentes maneras, ellas son complementarias y no se excluyen, sin embargo, los matices o a veces los excesos pueden ser fuente de fuertes problemas en el sacerdote mismo y en la comunidad. En ese sentido no es verdad que “el orden de los factores no altera el producto”, bien al contrario. La manerade entender el sacerdocio tiene mucha importancia, porque configura la vida interior y la manera de ejercer el ministerio, además de las relaciones con el presbiterio.
Señalo a continuación algunas maneras de entender el sacerdocio. El sacerdocio visto desde una perspectiva más sacramental, se fundamenta en el Concilio de Trento (sg XVI). Es bueno tener presente el contexto de reforma y contrarreforma, así como el modelo de sociedad llamado “cristiandad” de esa época. Trento señala que el ministerio instituido proviene de los apóstoles, quienes han recibido una “capacidad eucarística”. El servicio y la misión del sacerdote es entonces la celebración de los sacramentos, de manera particular la eucaristía.
El sacerdocio siendo instituido en la última cena, otorga la facultad de: consagrar, ofrecer y administrar el sacramento. Esta manera de concebir el ministerio se apoya en una eclesiología que se parece mucho a la de tipo monárquico, recordemos que, en esa época, en Europa, la sociedad estaba fuertemente marcada por el feudalismo (sg IX al XV). La relación sacerdocio-eucaristía ha sido expresada a lo largo de tiempo de múltiples formas, como por ejemplo en 1980, cuando Juan Pablo II, la explicó así: “En realidad, el sacerdocio ministerial o jerárquico, el sacerdocio de los Obispos y de los Presbíteros y, junto a ellos, el ministerio de los Diáconos —ministerios que empiezan normalmente con el anuncio del evangelio— están en relación muy estrecha con la Eucaristía. Esta es la principal y central razón de ser del Sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella”.
Pensar el sacerdocio más desde la misión es propio del Vaticano II, sin negar lo dicho anteriormente, el ministerio se considera instituido en la misión conferida por Cristo a los Doce. Los sacramentos entonces se comprenden al interior de la misión. A través de los sacerdotes, la Iglesia obedece al mandato divino del resucitado: “como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes" (Jn 20,21). La misión: «vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19), es acompañada de varias tareas: “bautícenlos en el nombre del Padre y de Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado” (Mt 28,19-20); además de perdonar los pecados (Jn, 20,23) y ser fieles a la misión confiada en la última cena: «¡hagan esto en conmemoración mía!» (Lc 22,19).
Concretamente, sin sacerdotes la Iglesia no podría vivir aquella obediencia fundamental que se sitúa en el centro mismo de su existencia y de su misión en la historia, esto es, la obediencia al mandato de Jesús a anunciar el Evangelio y renovar cada día el sacrificio de su cuerpo y de su sangre por la vida del mundo. Así, simultáneamente, se fundamenta el origen del ministerio sacerdotal como un envío y al interior de la misión: el anuncio y la celebración de los sacramentos, particularmente el bautismo y la eucaristía.
El concepto de pueblo de Dios también fue desarrollado ampliamente por el Vaticano II, colocando el sacerdocio al servicio de la comunidad (incluida la caridad). Esta perspectiva se inspira fuertemente en la imagen de Jesús buen pastor, que da la vida por sus ovejas (Jn 10,11). El Papa Francisco ha desarrollado mucho esta idea de pueblo: la de un pastor con olor a oveja, abriendo la misión incluso a los que están lejos y aquellos de los que nosotros nos hemos alejado.
El concepto vocación permite entender el sacerdocio como un llamado: “no me eligieron ustedes a mí, sino que yo los elegí a ustedes” (Jn 15,16). La llamada no es solo a una misión, sino a una manera de estar con el Señor: “como el Padre me amó, yo también los he amado a ustedes. ¡Permanezcan en mi amor!” (Jn 15,9), en cuanto “amigos” (Jn 15,15).
El sacerdocio entendido como una consagración, “arraiga y encuentra su razón de ser en Dios, en su designio amoroso”. Dios unge y consagra al elegido como su propiedad, indicándole una manera de llevar adelante la misión confiada. La consagración, desde el punto de vista del elegido, es un acto de libertad y de aceptación de una misión compartida con la comunidad de bautizados. La unción es el signo que acompaña esta consagración (Lev 16,32), haciendo pertenecer al elegido a Dios y proporcionándole la gracia necesaria, por supuesto, todo esto es obra del Espíritu Santo. La oración de consagración de sacerdotes lo expresa así” tu Hijo Jesús […] habiendo consagrado a los apóstoles con la verdad, los hizo partícipes de su misión […] te pedimos, Padre todopoderoso que confieras a este siervo tuyo la dignidad del presbiterado. Renueva en su corazón el espíritu de santidad”.
Otra manera de pensar el sacerdocio se puede inspirar en el concepto de alianza, aunque la desproporción es evidente. El Señor que llama hace alianza con el presbítero. Esta percepción, más de tipo nupcial, hace referencia a la relación íntima con Dios, en donde se despierta una doble pasión: por el Señor “tú sabes que te quiero” (Jn 21,15), y por el Reino: “el celo por tu casa me consumirá” (Jn 2,17, ver también Sl 69,10).
En fin, ya expresado anteriormente, el sacerdocio se puede entender desde la comunidad, colocando el sacerdocio al servicio de una misión compartida, pero con una característica “ministerial-sacramental”. Como se trata de un servicio a la comunidad, el “enviado-ministro” queda revestido de la potestad para realizarlo. Lumen Gentium expresa este aspecto y la finalidad eclesiales del ministerio, como un servicio: “para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre […] al servicio de sus hermanos”. Por eso “la naturaleza y la misión de los presbíteros solo se comprende dentro de la Iglesia, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo, a cuyo servicio consagran su vida”. Queda una pregunta abierta, ¿cómo se coloca el sacerdocio delante de los que están afuera de la comunidad? ¿No debería también el sacerdote contribuir a la cristificación del mundo y de todos los pueblos? Por supuesto que sí, esta es la dimensión misionera del sacerdocio, en cuanto invitación a pasar por Samaría (Jn 4,4), la tierra de los “otros”.
¿Por qué estaría en crisis el sacerdocio?
Pareciera que hay una especie de inadaptación a la sociedad actual de parte de algunos consagrados. El sacerdote tendría dificultades para entenderse en el contexto cambiante de nuestra sociedad y las exigencias de la sinodalidad. Claro está que uno podría preguntarse: ¿por qué un sacerdote debería adaptarse? Rechazar la adaptación significaría que hay un modelo único de sacerdocio que atraviesa el tiempo, pero la historia nos muestra que esto no es cierto y que el sacerdocio ha evolucionado, en su manera de ser delante del mundo, no porque renuncie a su esencia, sino porque justamente su esencia le pide acompañar desde dentro al pueblo que le es confiado, se trata de un modelarse mejor para servir al pueblo. Dos principios deben orientar este esfuerzo: el “salus animorum”, la salvación de las almas y la fidelidad a la institución divina del sacramento.
El ministerio hoy se encuentra cuestionado por múltiples interrogaciones: un tipo de democratización que quiere entrar en la Iglesia y que está contra la Jerarquía; la clericalización del sacerdote y del laico, ligada a las cuestiones de poder; el sacerdocio concebido más como “profesión” que como “vocación”; el ministerio visto como algo funcional; el debate entre carismas e institución (estructuras); las cuestiones discutidas sobre los ministerios, la ordenación de mujeres y homosexuales.
A esto se agregan los desafíos propios de la cultura, como por ejemplo el criterio de “performance” o productividad (el sacerdote siente que vale por lo que hace o produce); la desconfianza a las instituciones y la oposición al pensamiento jerárquico.
Además, hay que añadir la falta de vocaciones, el envejecimiento del clero, el estilo de vida del sacerdote que, a veces, es muy precario y otras muy mundano, la sobre carga y stress al cual está sometido, la soledad, las críticas y humillaciones.
El Informe Sinodal chileno, afirmó que es verdad que las comunidades han manifestado una auténtica valoración de sus sacerdotes y diáconos, “por el espíritu de entrega y compromiso apostólico en tantos de ellos, y han expresado el deseo de cuidar a sus pastores”. Pero “varios informes diocesanos se quejan de la falta o del débil involucramiento de los sacerdotes” y el anhelo de verlos más cerca de los fieles. Además de señalar la “cultura del clericalismo, que se manifiesta tanto en laicos como en sacerdotes y consagrados”.
La Síntesis chilena sobre las reflexiones diocesanas acerca del Documento de trabajo para la Etapa Continental “Ensancha el espacio de tu tienda” (DEC), expreso en relación con esta problemática: que “la liturgia actual parece demasiado centrada en quién preside. Junto con ello, se reconocen también las secuelas de los abusos cometidos por miembros del clero” además “que parece necesario revitalizar la vocación sacerdotal y diaconal avanzando hacia el “ejercicio de un liderazgo relacional, fundado en relaciones más horizontales y colaborativas, que genere una mayor solidaridad y corresponsabilidad en todo el pueblo de Dios”.
En fin, la Consulta Nacional a los presbíteros 2022, agregó otro ángulo de mirada a la compresión de la crisis en Chile: la del propio sacerdote. Los presbíteros han señalado la desconfianza y divisiones fuertes al interior del mismo clero, la soledad, la falta de descanso para una gran mayoría y otra serie de dificultades propias.
Un diagnóstico no es un pronóstico
A mi parecer el desafío es entender el sacerdocio ministerial al interior de la comunidad, una comunidad ministerial y “mistérica” (lugar de la presencia de Dios), pero también en la relación que el sacerdote tiene con el Señor. Para llevar adelante este cambio o profundización en la manera de concebir el sacerdocio y el ministerio que lo acompaña, no hay otro camino que la conversión personal y pastoral de cada uno de nosotros (laicos y clérigos).
Paradójicamente, me parece muy luminosa la metáfora de la ceguera que proponían las lecturas del cuarto domingo de cuaresma, tiempo de conversión, el texto dice así: “Pero el Señor dijo a Samuel: No te fijes en su apariencia o en su altura, lo he rechazado, pues no se trata de lo que ve el hombre: el hombre mira las apariencias, pero el Señor, el corazón" (1Sam 16,7). Este relato me hizo cuestionar: ¿y si nosotros estuviéramos mirando las apariencias de las situaciones y no el corazón de la realidad? El evangelio de Juan da otras luces: “Jesús contestó: ni él pecó ni sus padres, sino que nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,3). En el texto de Juan (9,1-34) aparece una doble ceguera, la del discapacitado, y la de los que no quieren ver la acción de Dios. Esto me parece una apertura a la esperanza, delante de los discursos fatalistas sobre la realidad actual. Cierto, tenemos nuestras discapacidades y cegueras, pero el Señor presenta estas circunstancias como una oportunidad para manifestar su gloria. ¿Cuál será la gloria de Dios que tiene que manifestarse en lo que estamos viviendo?
La ceguera es una invitación a múltiples conversiones pastorales y una invitación a trabajar nuestras fragilidades. Por otra parte, hay una fuerte crítica a la ceguera institucional, cuando no quiere ver lo que Dios está diciendo. Tenemos que aprender a ver como Dios está actuando, pero también escuchar lo que nuestras realidades están “diciendo de Dios” o “diciendo a Dios”, para abrir así los signos de los tiempos a un tiempo de signos.
Por último, la ceguera se puede entender como una falta de compromiso. Es lo que sucede con los padres del ciego de nacimiento, que no quieren hacerse responsables. Ahora bien, la analogía con la sinodalidad me parece evidente, la corresponsabilidad en el testimonio es extremamente importante para salir del esquema piramidal o clerical y para asumir la corresponsabilidad como manera de ser Iglesia.
La conversión pastoral
Otro relato muy inspirador es el de la conversión pastoral de Moisés, en Éxodo 18,1-27. Ese texto tiene un “antes” que es el rol que asume Moisés como pastor para liberar a su pueblo de Egipto y acompañarlo en su travesía por el desierto. También hay un “después”, que consiste en la alianza con Dios en la montaña y las tablas de la ley. El relato nos narra una situación problemática: el pueblo se presenta “desde la mañana hasta el atardecer” (v.13), delante de Moisés (v.14). En el fondo el problema es el pastor, ya que está todo el día juzgando, mientras el pueblo está de pie desde la mañana al atardecer esperando su turno. Jetró, suegro de Moisés, aparece en escena y pone dos preguntas a su yerno, tocando puntos claves: el “como” y el “porqué” de lo que está pasando. Así nos lo señala el relato bíblico: “El suegro de Moisés vio todo lo que este hacía por el pueblo y dijo: ¿Qué es lo que haces por el pueblo? ¿Por qué eres tú solo el que te sientas a juzgar y todo el pueblo debe estar de pie ante ti desde la mañana hasta el atardecer?” (v.14); la respuesta de Moisés es la siguiente: “Es que el pueblo viene a mí para consultar a Dios. Cuando hay entre ellos algún asunto, vienen a mí y yo juzgo entre cada persona y su prójimo, así les hago saber los decretos de Dios y sus instrucciones” (v.15-16). La reacción de Jetró es brutal: "No está bien lo que haces” (v.17), porque la manera de funcionar de Moisés, encierra al pastor, aislándolo; provoca el agotamiento del pastor y del pueblo; despierta la insatisfacción y aumenta la inseguridad; impide el desarrollo y el reparto de responsabilidades; da la impresión de que todo funciona bien, pero es solo una pantalla; transforma a los pastores en burócratas. Este modelo pastoral tiene un potencial enorme para quemar y gastar a los pastores. Hoy llamaríamos la manera de funcionar de Moisés una pastoral de “mantenimiento”, se parece mucho a una pastoral de cristiandad o de conservación, autorreferente y de autopreservación.
Jetró va a identificar las causas del problema y propondrá un consejo:
40 años para ser libres, una hora para convertirse
A Moisés le tomó 40 años volverse un pastor-liberador, pero bastó una hora para aprender, gracias a Jetró, a ser un pastor-organizador de la comunidad. Este es un ejemplo de un proceso de conversión pastoral rápido y exitoso en tres etapas: analizar la situación gracias a Jetró, imaginar el futuro y tomar una decisión para pasar a la acción, se parece mucho al método: reconocer-interpretar-elegir.
Para terminar, dejo dos preguntas: ¿Qué tipo de conversión identifico como necesaria en mí? y ¿Quiénes son los “Jetró” en mi vida?
Que el Señor nos ayude a las conversiones necesarias y suscite en medio nuestro un nuevo tipo de “suegros y suegras”, como lo fue Jetró, porque necesitamos urgentemente este tipo de padres y madres, capaces de acompañarnos en los caminos de conversión personal, comunitaria e institucional.